I

Resulta curioso cómo la vida, en muchas ocasiones, te concede aquello que quieres de la forma más increíble, dando la sensación de que, quien quiera que mande ahí arriba, se está riendo en tu cara.
Así andaba yo, suplicando en mis plegarias más íntimas que algo, alguien, cualquier cosa, diera un giro de 180 grados a una vida (la mía) que se me estaba atragantando: un trabajo sin futuro, una edad para ser madre sin serlo, una estabilidad emocional que no tenía, y para colmo de males, sin un duro en el bolsillo. Por no mencionar un ligero sobrepeso que me fastidiaba sobremanera, y cuya única culpable era yo, dada mi afición a la buena mesa y mi alergia a los deportes en general. Con los acontecimientos que vinieron después he de decir que lo que más me pesó en la nueva situación fue exactamente eso: mi pobre forma física y mis ganas de comer.

Recuerdo exactamente cuando empezó todo: el sábado 8 de enero, justo al terminar las fiestas navideñas. Había quedado esa noche con unas amigas para cenar en Murcia y tomar unas copas después, charlar un rato, ligar si era posible… Lo normal en un sábado cualquiera. Llegué a casa aproximadamente a las 5 de la mañana, sola, y mientras aparcaba el coche frente al edificio donde vivía ví que por la carretera desierta bajaba un tipo vestido de militar haciendo eses. Me apresuré: si estaba borracho, yo estaba sola y también un poco achispada, era muy tarde y por la calle no se veía un alma. Entré en mi edificio asegurándome de cerrar la puerta tras de mi y algo me dijo que no encendiera la luz de la escalera. Me fio de mi instinto porque me ha salvado de muchos peligros, así que no encendí la luz y me quedé esperando. Al cabo de pocos minutos pasó el tipo caminando como si estuviera tremendamente borracho y emitiendo unos sonidos guturales.
Me asusté como se podría haber asustado cualquier mujer, y di gracias a que, tras los cristales de la puerta, yo fuera casi invisible a sus ojos, unos ojos que cuando miraron hacia mí sin verme, reflejaron la luz de las farolas como si fueran de cristal, unos ojos muertos.
Subí de tres en tres los escalones que llevaban a mi piso, contenta de vivir en un primero, y sólo respiré cuando estuve dentro de casa, con la puerta cerrada y las llaves puestas. Al cabo de un rato me pareció que lo que había visto en ese hombre había sido una exageración debida a mi pequeña borrachera, por lo que sin darle más vueltas me lavé los dientes, me quité los restos de pintura, me puse el pijama y me acosté.
Cuando desperté al día siguiente eran casi las dos de la tarde del domingo, y fui directa de la cama al sillón del salón. Mi domingo pasó entre viejas películas almacenadas en el disco duro. No vi las noticias, así que no se si ese domingo ya había saltado la alarma o si todo estaba en calma. Los sábados de juerga traen domingos de letargo.

El despertador sonó a las 8 de la mañana del lunes, aunque yo llevaba ya un buen rato dando vueltas en la cama, luchando por aferrarme al sueño que se iba debido a la cantidad de ruidos que venían de la calle: alarmas de policía, de ambulancias, de bomberos, sonidos de multitud de coches y camiones.
Vivo en un pequeño pueblo que está pegado a una ciudad, justo al borde de la carretera que une a ambos, por lo que estaba acostumbrada  a los ruidos matutinos, pero lo de esa mañana me parecía un poco exagerado. Supuse que era la rutina de incorporarse mucha gente al trabajo después de las vacaciones navideñas, de que los críos volvieran al cole. Siempre hay más actividad tras un periodo vacacional y pensé que eso era lo que pasaba. Me duché tranquilamente, me vestí y cuando estaba tomando mi café con leche sonó el timbre de la puerta.
“¿Quién coño será a estas horas?” me pregunté un poco molesta. Decidí que no iba a abrir la puerta cuando el timbre volvió a sonar, esta vez con más insistencia. Me acerqué a la mirilla y ví a mi vecina Josefina, una mujer de más de 70 años, que pulsaba de nuevo el timbre. Abrí la puerta y Josefina entró como una bala, cerrando tras de si.

-          ¿Qué pasa, Josefa? –le pregunté.
-          ¡Ay, hija, ay, ay, ay!
-          ¿Está mala? ¿Está enfermo su marido? –ya me estaba asustando.
-          ¡Ay, hija, ay! ¡Mi marido! ¡Mi marido! –contestó histérica.
-          ¿Qué le pasa a su marido, Josefa? A ver, tranquilícese y cuénteme que pasa y no se preocupe que la ayudaré en lo que pueda.

Cuando me di cuenta de que no se calmaba, la hice sentarse en el sillón y le llevé un vaso de agua. Resultó a medias, y entre quejidos pude enterarme de lo que pasaba.

-          Anoche nos quedamos los dos a dormir en el piso –vivían en una casa pegada a mi edificio, pero eran propietarios también de un piso justo encima del mío –ay, hija, porque esta semana viene mi hijo de Almería y queríamos limpiarlo para que se quedase aquí. Ay, ay, mi marido, ay.
-          Siga, Josefa, ¿qué ha pasado? –la apremié. Si había ocurrido algo grave, el tiempo iba en nuestra contra.
-          ¡Ay, ay! Esta mañana a primera hora Lázaro ha bajado a mi casa para subir unas escobas y no ha vuelto, ¡ay, ay! Como tardaba tanto me he asomado al balcón y he visto, ay, he visto…
-          ¿Qué ha visto? –me estaban dando ganas de pegarle un par de tortas a ver si aligeraba.
-          ¡He visto a Lázaro tirado en el suelo y a unos hombres asquerosos encima de él, atacándole! ¡Había sangre! ¡Y en la calle había más gente y nadie ha hecho nada!
Aquello era intrigante, ¿qué estaba pasando?
-¡He gritado y han mirado hacia arriba, y sus ojos estaban muertos! ¡Y estaban cubiertos de sangre! ¡Y mi marido estaba allí tirado! ¡Y me he asustado tanto que sólo se me ha ocurrido bajar aquí!
-          Bueno, Josefa, no se preocupe, voy a mirar por el balcón a ver lo que pasa mientras llamo a la policía para que traigan una ambulancia, ¿vale? Bébase el agua, tranquilícese un momento y enseguida estoy con usted –le dije mientras cogía el teléfono, iba hacia el balcón y un estremecimiento me apretaba el corazón pensando en ojos muertos.

Cuando abrí la puerta del balcón el ruido de la calle entró de lleno en la casa, y pensé qué bueno era el climalit que había elegido para las ventanas y puertas de mi casa, pensamientos absurdos para una mente que se iba calentando más y más. El espectáculo era dramático: coches, camiones, policía, personas corriendo tras otras personas y, justo debajo del balcón, en la puerta del edificio, Lázaro, el marido de Josefina, sirviendo de comida a unos cuantos tipos andrajosos.
“Joder, joder, joder, son zombies” me dije. Mi cerebro lo negaba. Miré otra vez: lo que le estaba pasando a Lázaro se repetía a lo largo de la carretera con otra gente. “Son zombies, joder, esto no puede estar pasando, joder, no es posible”.
Ahora ya no oía el ruido de la calle, sólo mi propio corazón que palpitaba locamente a punto de desbocarse. “No puede ser, no puede ser, joder, no puede ser, esto es imposible, es imposible, no puede ser” me decía locamente, aunque lo que estaba viendo en la calle me gritaba a la cara que sí era, que estaba pasando, que ahí estaba mi cambio deseado.

Traté de tranquilizarme, de que mi corazón bajase las pulsaciones porque estaba a punto de que me diera un infarto. Todavía me parecía increíble lo que estaba viendo, pero mi cerebro empezaba a asumirlo.
Como buena aficionada al género, lo primero que pensé fue en zombies; no sabía si era así o no, pero era el símil más parecido que había podido encontrar: gente muerta (con ojos muertos) que se come a otra para desayunar. Una carcajada estuvo a punto de salir de mi boca, y la contuve para no desbordar un histerismo que sentía que afloraba dentro de mí, ya tenía una mujer histérica en la casa, y si el tema estaba como yo pensaba, no podía permitir dejarme llevar también.

Se me había olvidado llamar a la policía mientras observaba la escena; el teléfono estaba muerto en mi mano y, aunque supuse que nadie iba a responder a mi llamada, intenté contactar con el 112. Comunicaba. Entré en el salón, cerré la puerta del balcón, bajé con mucho cuidado la persiana y me enfrenté a Josefina que me miraba esperanzada.
-          ¿Has visto a Lázaro? ¿Has llamado a la policía? ¿Qué te han dicho? ¿Cómo está mi marido? ¡Ay, ay, ay!
-          Josefina, la policía no contesta, supongo que está saturada de llamadas, y Lázaro… Bueno, si pasa lo que yo creo que pasa, el milagro de Jesucristo se va a quedar en mantillas, joder –algunas veces debería morderme la lengua, lo se.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

"-¡He gritado y han mirado hacia arriba, y sus ojos estaban muertos!"